Nunca Discutas Con Un Tonto Pdf 23
"Humildemente me esforzaré en amar, en decir la verdad, en ser honesto y puro, en no poseer nada que no me sea necesario, en ganarme el sueldo con el trabajo, en estar atento siempre a lo que como y bebo, en no tener nunca miedo, en respetar las creencias de los demás, en buscar siempre lo mejor para todos, en ser un hermano para todos mis hermanos".
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Evidentemente, todo ello opera sobre un sustrato que Moreno enfatiza con razón y que ustedes, que no son nada tontos, ya habrán adivinado: mientras la inteligencia es limitada, la estupidez no conoce fronteras. Hay en esa afirmación un matiz que a mí me parece especialmente significativo: mientras que nadie, ni siquiera el más sabio, está libre de cometer tonterías, el estúpido puede serlo de modo integral las veinticuatro horas del día a lo largo de toda su existencia. Concedamos que este extremo no constituya la norma, pero, aun así, nadie puede cuestionar que es más fácil siempre comportarse de un modo estúpido que inteligente. El atolondramiento, la imprevisión o la simple ignorancia, materiales usuales de la imbecilidad, están al alcance de cualquiera, mientras que la reflexión o el conocimiento son bastante más difíciles de conseguir. Si han seguido los pasos descritos hasta ahora, no se sorprenderán lo más mínimo si sostengo que la estupidez termina alimentándose a sí misma en un círculo vicioso que es difícil, por no decir casi imposible, de romper. En el libro se ponen múltiples ejemplos de esta dinámica. Mencionaré tan solo uno, la del lenguaje inclusivo, políticamente correcto, que Moreno desmonta con gracia y precisión. Y para mostrar la impostura de dicha moda, llama la atención sobre el hecho de que no se aplique a los adjetivos peyorativos: ningún líder político dice que deben ir a la cárcel los corruptos y las corruptas, del mismo modo que cuando se dice que aquí no cabe un tonto más, nadie interpreta que a una tonta si se le podría hacer sitio si nos apretásemos todos un poco.
No hay tonto bueno, decía Unamuno. La frase choca con la estimación popular, que distingue claramente tontería de maldad y que contiene un debate muy interesante que no sería oportuno abrir aquí. Aunque a Moreno le parece en principio demasiado categórica la cita unamuniana, desemboca finalmente en una posición similar. Pero, desde mi punto de vista, mientras resulta indiscutible que la estupidez no es incompatible con la maldad, no está tan claro que el mal siempre es estúpido y la estupidez casi siempre es malvada. La identificación absoluta de mal y estupidez sólo se sostiene desde el intelectualismo moral clásico, de raíz socrática (nadie hace mal a sabiendas), pero lo cierto es que nuestro tiempo ha abierto tanto el abanico de la estupidez que da para tontos de todos los colores. Lo que pasa es que Moreno pone el énfasis en el tonto militante, ese que siente la llamada más o menos sincera por salvar a la humanidad o, simplemente, al cachito de humanidad que tiene al lado: sus conciudadanos. En realidad, la mayor parte de su discurso viene a ser un alegato (en defensa propia) contra este espécimen que adopta las más diversas formas: líder carismático, dirigente providencial, nacionalista, terrorista, ecologista, feminista. No trata de meterlos a todos en el mismo saco, porque no todos hacen las mismas barbaridades, pero tampoco trata de ocultar el basamento que comparten: una aspiración redentora que al final, por su estupidez, termina dejando el mundo peor de lo que estaba.
Y es que a la postre, la filosofía de Ricardo Moreno, que comparto plenamente, no viene a ser otra cosa que una pequeña exégesis del famoso apotegma de Pascal: todas las desgracias del hombre proceden de una sola cosa, su incapacidad para quedarse tranquilo en una habitación. El estúpido es el primero que es incapaz, por una sencilla razón: se aburre. Las consecuencias pueden ser tremendas: para salvarse a sí mismo, el idiota busca la coartada de salvar al mundo y, cuanto más idiota, más proclive es a emplear métodos expeditivos, incluyendo el asesinato de sus semejantes. No es menos malo quien mata por una idea que quien mata por cinco euros. Pero tampoco es más listo. Es verdad que la inmensa mayoría de los estúpidos no llega tan lejos. Se acomodan en su reducto de narcisismo e ignorancia, en un solipsismo infantil que antes era privativo de los menores y hoy se extiende hasta quienes llegan a centenarios. No en balde se ha dicho que vivimos en una sociedad de perpetua minoría de edad, que es como decir alelados. Como los niños, los ciudadanos del Estado del bienestar nos creemos con todos los derechos. Y, también como los niños, descubrimos a cada paso mediterráneos sin reparar, dada nuestra ignorancia, en que no hay tontería, por gorda que sea, que no haya sido dicha antes. Descrita la situación, déjenme que vuelva al principio, porque ahora se entenderá mejor la magnitud de la batalla: la lucha contra la estupidez es agotadora, pero, sobre todo, muy desigual. La estupidez, como se dijo, es ilimitada, pero, lo que es más importante, suele ser también refractaria a los recursos de la racionalidad. En el libro se recuerda la justa advertencia de Mark Twain: Nunca discutas con un estúpido. Te hará descender a su nivel y ahí te gana por experiencia. Con todo, el humorista norteamericano se queda corto, porque el estúpido no sólo gana, sino que te contagia. Recuerden: la estupidez es como la gripe. Ninguno estamos a salvo.
Antiguamente había más personas reticentes de ir al psicólogo sobretodo por desconocimiento y creencias seguras de que el psicólogo se basaría en opiniones y consejos. Hoy se sabe, que la persona que acude al psicólogo ni es tonto, ni está loco, simplemente es porque su cerebro da la respuesta de ansiedad, da respuestas de bloqueos ante ciertas situaciones.